Los protagonistas de la conquista del Perú han ganado fama universal por su participación en este acontecimiento histórico. Por el lado europea se hallan los compañeros de empresa Francisco Pizarro y Diego de Almagro, y el dominico fray Vicente de Valverde; por el andino, Huascar y Atahualpa, príncipes de linaje real, y el intérprete Felipillo. Menos conocidas, sin embargo, son las mujeres europeas, indígenas y mestizas que vivieron en los años iniciales del encuentro, el posterior choque cultural y las primeras décadas de colonización.
Debido al reciente interés de historiadores deseosos de ofrecer una visión más exacta de esta primera etapa de desarrollo, es posible consignar el nombre y la actuación en el Perú de mujeres europeas de diversas capas sociales. Entre las españolas que llegaron poco después del prendimiento de Atahualpa en Cajamarca (1532), se encuentran Isabel Rodríguez, apodada La conquistadora; Inés Muñoz, la cuñada de Francisco Pizarro que salvó a los hijos mestizos del Marqués de la ira de los almagristas; y María de Calderón, a quien Francisco Carvajal mandó estrangular por vocear su lealtad a la Corona en las guerras civiles del Perú (Martín 13-18).
El acceso a datos que permitan configurar una imagen de la vida de las nativas tomadas por la fuerza u otorgadas a los europeos con el propósito de propiciar alianzas, responder a sus deseos sexuales y servirles en menesteres domésticos no ha sido fácil. En el caso específico de algunas pertenecientes a la nobleza incaica y unidas a importantes figuras de la Conquista como mancebas o esposas, testamentos y cartas así como el testimonio de crónicas e historias ofrecen una limitada mirada a diferentes aspectos de su vida. Por estos documentos sabemos de la noble hija de Guayna Capac, doña Inés Huaylas Yupanqui, entregada por su hermano Atahualpa a Francisco Pizarro, a quien le dio dos hijos, Francisca y Gonzalo, para después casarse con un paje del conquistador, Francisco de Ampuero; de cómo doña Angelina Cuxirimay Ocllo, prometida de Atahualpa, pasó a ser amante de Francisco Pizarro, tuvo dos hijos con el conquistador, y finalmente se casó con el cronista Juan de Betanzos (Rostworoski, Doña Francisca 17-19); de la mestiza Francisca Pizarro, obligada por la Corona a abandonar Perú y residir en España donde la rica encomendera se casaría primero con su tío, Hernando Pizarro, y después con pedro Arias Dávila Portocarrero, un noble endeudado (Rostworoski, Doña Francisca 69-72). Estas noticias dejan constancia de los avatares de estas mujeres; sin embargo, faltará para siempre la historia íntima, la versión personal, a través de la cual se pueda vislumbrar y comprender su sentir más allá del dato empírico o la versión ajena a los hechos.
Coetánea de doña Francisca Pizarro (1534-98), es la princesa incaica doña Beatriz Clara Coya (c 1556-1600), hija del inca Sayri Tupac en la coya Cusi Huarcay. (Lámina 1).
Conviene recordar que Sayri Tupac es a su vez hijo de Manco II, quien fue impuesto como inca por los europeos, se rebeló contra ellos en el Cuzco (1536-37), y, después de su derrota, se refugió en las montañas de Vilcabamba y allí estableció su corte. Cuando este soberanos falleció en 1545, los sucedió Saysi Tupac. A instancia del virrey Hurtado de Mendoza, este inca vilcabambino abandonó en 1558 su refugio y aceptó la autoridad de la Corona (Lámina 2). Sayri Tupac murió poco después, probablemente envenenado, y dejó a su hija, doña Beatriz Clara, como única heredera de la rica encomienda de Yucay (1)
La noble niña se crió entre las monjas del convento de Santa Clara en el Cuzco hasta los ocho años de edad, cuando su madre la llevó a la casa de Arias Maldonado, un influyente conquistador. Allí se proyectó su matrimonio con Cristóbal, el hermano de éste; como los planes entraron en conflicto con designios de las autoridades coloniales que veían como muy peligrosa la unión entre un miembro de esa rica familia de conquistadores con una princesa descendiente del linaje real incaico, se llegó a decir que Cristóbal Maldonado había violado a la niña Beatriz Clara para así forzar el matrimonio con ella. Acusado de conspiración, el revoltoso fue enviado a España con otros sospechosos de sedición. Por otro lado, desde Vilcabamba, el tío de la princesa incaica, don Diego de Castro Titu Cusi Yupanqui, impuso como condición para abandonar ese refugio que tanto molestaba a la Corona la autorización al matrimonio de su hijo Quispe Tito con la joven ñusta. En medio de estos manejos, doña Beatriz fue devuelta al convento y allí permaneció hasta los quince años, cuando, a instancia del virrey Francisco de Toledo, expresó su preferencia por el matrimonio (Rostworoski, Doña Francisca 81).
El virrey Toledo otorgó a doaña Beatriz en casamiento a un capitán de su séquito, Martín García de Loyola, en recompensa por haber prendido y llevado en cadenas al Cuzco a Tupac Amaru I, el último de los soberanos de Vilcabamba, tío de doña Beatriz Clara Coya
La boda se llevó a cabo con el hijo correspondiente a la unión de familias tan importantes en los Andes y España; la novia, princesa real del Incario; el novio, sobrino de Ignacio de Loyola, uno de los fundadores de la orden jesuita. El virrey confirmó el derecho de los esposos al repartimiento de Yucay del cual tomaron posesión el 29 de octubre de 1572 (Rostworoski, Doña Francisca 82). Por carta del virrey Toledo al soberano español se sabe que García de Loyola aceptó este matrimonio por servir al rey, aunque la novia "fuese yndia y de su traje" (Rostworoski, Doña Francisca 81-82). Además de la voluntad de servicio, influiría poderosamente en su decisión la cuantiosa herencia paterna, restituida a la princesa una vez efectuado el desposorio (2) .
Más tarde, cuando don Martín fue nombrado gobernador y capitán general de las provincias de Chile, la pareja se instaló en Concepción donde les nació una hija, Ana María. Después del fallecimiento de su esposo en 1596 (3) , doña Beatriz se instaló en Lima y allí murió el 21 de marzo de 1600 (Rostworoski, Doña Francisca 83-84). Continuando su política de destierro para con los miembros de la nobleza incaica, la Corona ordenó que la niña Ana María pasara a España donde después se casó con don Juan de Enríquez de Borja, nieto de San Francisco de Borja y futuro marqués de Alcañiles. En reconocimiento a su nombre ancestro, a la coya Ana María se la nombró en 1614 Adelantado del Valle de Yupanqui, y también se le otorgó el título de marquesa de Santiago de Oropesa (Rostworoski, Doña Francisca 84), distingo de nobleza reclamado después por Tupac Amaru II.
La trascendencia de éste y otros enlaces (4) pronto se hizo evidente en la política virreinal. En el siglo XVII se pintó un gran lienzo de los matrimonios de Beatriz Clara Coya y Martín García de Loyola, y el de Ana María Coya de Loyola y Juan de Enríquez de Borja, conservado en la iglesia de la Compañía en el Cuzco (Lámina 5).
Allí aparecen, además de las dos parejas contrayentes (5) , figuras claves de la realeza incaica y de la Iglesia española (Gisbert: 155-56). Se ha especulado que, a través de éste y otros óleos, los jesuitas querían divulgar en diferentes niveles los vínculos de la orden con la nobleza indígena quizá con el propósito de alentar futuros designios políticos (6) . El lienzo fue reproducido varias veces y actualmente se ha confirmado la existencia de seis versiones de ese tema (Gisbert: 156); una de ellas se encuentra en el Museo Pedro de Osma en Lima, y otra en el Beaterio de Copacabana en esa misma ciudad. Más allá de proyectos políticos laicos y religiosos, la biografía de la coya y las versiones iconográficas de su matrimonio pueden verse como emblema de la ardua encrucijada cultural es la cual se desenvolvieron las mujeres indígenas y mestizas de su tiempo, inclusive cuando la nobleza fue reconocida por la Corona.
Dada la importancia del matrimonio de doña Beatriz con don Martín, no sorprende que el evento haya sido representado en vivo posteriormente. En efecto, después de siglo y medio del desposorio, en el día de San Francisco de Borja, el 10 de octubre de 1741: "se hizo en la iglesia de la Compañía (en el Cuzco) una representación del casamiento de don Martín García de Loyola, y la hija de don Felipe Túpac Amaru [sic]: conforme se halla pintado en un cuadro que está a la entrada de dicha iglesia. Hizo al esposo, un hijo de don Gabriel Argüelles, llamado Pedro; y la esposa, una hija de un cacique de (en blanco) llamada Narcisa... No faltó quien dijese, haberse ejecutado mojiganga (7) y encamisada (8) ésta por los mantos capitulares, aquélla por la representación de los esposos" (Esquivel y Navia 2:434).
Dada la afición de la orden jesuita a las representaciones dramáticas tanto como vehículo catequizador y ejemplarizante como para alentar el estudio de la oratoria y la retórica entre sus alumnos de colegios y universidades (9) , cabe preguntarse si esta dramatización del matrimonio fue repetida habitualmente en iglesias y claustros ignacianos del Perú colonial para celebrar las fiestas más importantes de la orden. Aunque es imposible responder a esa pregunta con entera certeza, la evidencia disponible permite afirmar que doña Beatriz Clara Coya transitó, de la historia, a la pintura y la literatura.
La biografía de esta princesa llamó la atención de fray Francisco del Castillo (1716-70) (10) , poeta y dramaturgo nacido en Piura y afincado en Lima, también conocido como el Ciego de la Merced por su severa miopía y pertenencia a esa orden religiosa a la cual ingresó en 1734 (11) . En muy probable que del Castillo conociera la historia del matrimonio de doña Beatriz y don Martín; que haya podido asistir a la representación dramática de éste en claustros ignacianos, y también haya visto el óleo del desposorio posiblemente en el Beaterio de Copacabana en Lima. Ciertamente la biografía de la Coya tanto como su enlace con un miembro de la nobleza española le llamaron la atención y le fueron útiles para representar ideas prevalentes dentro del sector criollo del Perú virreinal. Por ello en su loa La conquista del Perú (1748), aprovecha ambos (la vida y el desposorio de Beatriz Clara) para reclamar el sitio legítimo y preferente de Nación Peruana, uno de los personajes alegóricos, entre los pueblos que rinden tributo a Fernando VI, el soberano español, en su coronación.
Asimismo, conviene observar que en el siglo XVIII circuló en Perú una nueva edición de Comentarios reales (1722-23 [1609-1617]) del Inca Gracilaso prologada por González Barcia. Sabemos que el Ciego de la Merced aprovechó la versión garcilasiana de la Conquista como fuente principal del drama, La conquista del Perú, de cuya loa nos ocupamos. No sería descabellado proponer entonces que su lectura y aprovechamiento de tan central revisión de la historia peruana despertaran en él un orgullo por el pasado de su tierra y un interés en figuras ligadas a la elite incaica y española. Tales preocupaciones se conformarían, como se ha señalado, al patrón de una época donde los criollos buscaban legitimar sus reclamos y reafirmar su identidad americana acudiendo a un pasado indígena bastante cercano (12) .
Integrado por cinco piezas mayores (autos sacramentales, comedias y dramas) y varias menores (loas, entremeses, sainete, introducción y fin de fiesta) (13) , el teatro del Ciego de la Merced ocupa un lugar preponderante dentro de la dramaturgia virreinal peruana tanto por el número de composiciones como por su diversidad temática (14) . Entre las cinco obras mayores sólo ha visto la luz Mitrídates, rey del Ponto (15) , drama afrancesado y desigualmente justipreciado por la crítica, donde el autor cuenta los avatares del soberano de un reino del Asia Menor finalmente sometido por Roma (16) . En esta categoría permanecen inéditas: El redentor no nacido, mártir, confesor y virgen; San Ramón, pieza religiosa donde se cuenta la vida y milagros de este santo; la comedia de enredo, Todo el ingenio lo allana; el auto sacramental, Guerra es la vida del hombre; y la comedia histórica, La conquista del Perú, cuya temática y acción la hacen la hacen la más interesante de todas ellas para el lector moderno.
Aunque La conquista del Perú (17) no apareció en forma de libro (18) , su loa fue incluida por Rubén Vargas Ubarte en una selección de Obras de fray Francisco del Castillo que el erudito historiador preparó y dio a la estampa en lima en 1948 (19) , doscientos años después que el Ciego de la Merced la escribió. Ambas obras, la loa y el drama, fueron compuestas a pedido del "gremio de los naturales" de la ciudad de Lima para celebrar la coronación de Fernando VI e una fiesta realizada en septiembre de 1748 presidida por José Manso de Velasco, Conde de Superunda y virrey del Perú (1745-61). Un impreso anónimo del mismo año, El día de lima, describe los festejos donde hubo fuegos e iluminación (216), la representación en honor al rey Ni amor se libra de amor de Calderón (224-25), y una "fiesta de los naturales" donde indígenas de Lima y sus contornos desfilaron ataviados como nobles de la realeza incaica (237-68). No sería desaventurado suponer que La conquista del Perú fuera llevada a las tablas ya que sus versos finales aluden a un "teatro" donde "se ha visto / la conquista del Perú", y al "senado" o público asistente a la representación (f. 350r), capaz de aprobarla con sus vítores (Reverte Bernal, Aproximación 180); al final de la loa también se previene al "senado" sobre el contenido del drama y se menciona su salida "al teatro" (237). Carecemos, sin embargo, de información documental para confirmar la puesta en escena de la obra con su correspondiente loa. En ésta uno de los personajes alegóricos, la Nobleza, describe la ascendencia de doña Beatriz y detalla especialmente su matrimonio y el de su hija Ana María con encumbrados señores españoles.
Como ya han observado otros críticos, el origen de la loa está ligado a los prólogos latinos e italianos que tanto influyeron en el teatro español de los siglos áureos (Flecniakoska 15). El vocablo se usó por primera vez en 1551 en una comedia del Corpus Christi, la Farsa llamada Danza de la Muerte(1551) de Juan de Pedraza, para referirse al antiguo prólogo del teatro latino (Meredith 103). En eso prólogos clásicos y posteriormente en las loas, el actor saludaba al público y pedía su atención, silencio y benevolencia (Flecniakoska 34); más tarde, a partir de Luis Quiñónez de Benavente (1589?-1651), la loa se tornará más compleja e incluirá decorado propio, juegos escénicos y la participación de varios personajes (Flecniakoska 129). En su clasificación de las loas (20) , Cortarelo y Mori dedica un apartado a las representadas en fiestas reales, a cuya categoría pertenece la que precede a La conquista del Perú, loa muy evolucionada donde, siguiendo el esquema fijado por Calderón (introducción, argumento y solución), el autor se dirige a un público más selecto y capaz de entender temas de mayor vuelo intelectual (21) .
Los personajes de la loa de fray Francisco del Castillo son la Música, y ocho figuras alegóricas (Fama, Europa, Regocijo, Amor, Nación Peruana, Dicha, Obligación) cuyas iniciales deletrean a modo de acróstico el nombre de Fernando VI, el soberano coronado. Cada personaje canta sus alabanzas al nuevo rey a quien el mundo entero debe obedecer. En la loa todo es concierto hasta que aparece la Nación Peruana vestida de india. Regocijo, Fama y Europa quieren saber quién es y por qué ha venido a la celebración; Música identifica a la extraña como "La Nueva Castilla" quien, por amor al soberano, "con Europa ha hecho / unión, celebrando / a Fernando el sexto" (224). Sin embargo, n un curioso silogismo Europa cuestiona la devoción de la Nación Peruana: cómo puede la extraña amar a un rey desconocido. Amor responde que lo conoce a través de su "alter ego", o sea, el virrey José Manso de Velasco. Pero Europa insiste:
Si, pues con tales defensas has probado tu derecho. Ahora me resta saber qué razón o fundamento tiene la Nación Peruana cuando intenta este festejo para adunarse (22) conmigo (225).
Sin duda, la pregunta, más allá del por qué de la unión, cuestiona el abolengo de la extranjera: ¿Qué le da derecho a la advenediza Nación Peruana a igualarse con la preclara Europa en el homenaje al nuevo rey pues la primera es india, mientras la segunda española? (227). Cuál no sería la sorpresa de la orgullosa Europa cuando Nobleza explica cómo Nación Peruana está "encadenada" o emparentada con ella:
Oye, si quieres saberlo. Un Don Martín de Loyola, dignísimo caballero del Orden de Calatrava, que era muy cercano deudo del glorioso San Ignacio de Loyola, a cuyo celo de Jesús la Compañía vio la tierra con ser cielo; este, pues, preclaro héroe fue quien unió los dos reinos recibiendo en matrimonio a una india de nuestro Imperio. Doña Beatriz Clara Coya. hija del príncipe excelso, Don Diego de Sairi Túpac, madre de esta dama siendo, Doña Beatriz Cusi Huarcay la que con dicho Don Diego recibió el santo bautismo año de mil quinientos y cincuenta y ocho, que ha dos siglos, once años menos: cuya elevada nobleza fue, porque estos descendieron del invicto Manco Cápac, Inca del Perú primero (227-28).
El largo parlamento remite al histórico enlace de la princesa incaica y el capitán español en 1572, recogido en varios óleos y aprovechado, en los albores de la Ilustración, por un escritor criollo para recalcar el indisoluble nexo de dos linajes nobles y de dos continentes distantes. Nación Peruana corrobora lo inmutable de la esta "unión de la sangre" con una bella metáfora: es imposible separar partes tan ligadas como los distintos licores mezclados en un mismo vaso (231). Así, el histórico enlace abre el discurso y trae a la superficie la añeja prosapia de la exótica figura alegórica tanto como la singular hibridez cultural peruana (23) .
En virtud de este encumbrado linaje, Nación Peruana es aceptada en el coro de admiradores de Fernando VI y anuncia la comedia, La conquista del Perú (24) , donde se manifestará "la lealtad y el rendimiento / con que la Nueva Castilla / con las armas del afecto / libre quiso sujetarse / al augusto hispano gremio" (236). Que esta comedia destaque la actuación clave de un griego, Pedro de Candía, el papel de las predicciones en el sometimiento "pacífico" de los antiguos peruanos, la muerte de Guayna Capac y de su sucesor debido a una plaga traída por los extranjeros, la actitud conciliadora de Atahualpa en contraste con las depredaciones de los europeos, y un final donde, simbolizada por la figura de Rumiñahui, la rebeldía se ofrece como paradigma, hace pensar en una versión irónica más que épica de la sujeción del Tahuantinsuyu. Si a esto se añade que Castillo compuso en 1751 un largo canto dedicado a Melchormalo de Molina, Marqués de Monterrico, y a Fermín Carvajal, Conde de Castillejo, elogiando con tono épico su participación en una incursión militar que derrotó a los indígenas insurrectos en la zona de Huarochiri (25) (Reedy 51), y que en un poema de 1746 escrito poco después del terremoto que asoló a Lima, el vate lamentó la destrucción de su "dulce patria" (138), vemos que las posturas contradictorias asociadas con los criollos durante el siglo XVIII, también signan los escritos de del Castillo (26) . Tales actitudes -alabanza y burla de las autoridades coloniales, orgullo del pasado pre-colombino y desprecio del indígena coetáneo, amor al suelo patrio no extrañan en fray Francisco del Castillo, poeta y dramaturgo que, como Beatriz Clara Coya, vivió y escribió en la disyuntiva marcada por dos épocas: el primero entre la Colonia y la Ilustración, y la segunda entre la Conquista y la Colonia.
Notas:
Bibliografía